La botella del Tibet
En esta oportunidad les comparto una de mis narraciones favoritas que pude leer en la gran colección de Misterio y Terror N° 6 de Biblioteca Universal.
*También los invito a revisar y leer mis creaciones en las entradas antiguas, y claro dejar sus comentarios; de esa manera me ayudan a motivarme con esta afición.
*También los invito a revisar y leer mis creaciones en las entradas antiguas, y claro dejar sus comentarios; de esa manera me ayudan a motivarme con esta afición.
La botella del Tibet
Por Daniel Tubau
Aburrido, huyendo de la
mediocridad y de la rutina, se dio a recorrer el mundo entero y se ensimismó en
la contemplación de los más preciados objetos de arte para satisfacer su placer
de belleza. Cierto día, encarado al fondo de una botella de jade encontró su
destino…
Mi
nombre es Danilo Barutzzi. Hace muchos años yo era un joven apuesto, de cuerpo
robusto y agradable rostro. No digo esto por vanidad, lo digo porque la
Historia que voy a narrar me corresponde solo y únicamente a mí y a aquel
objeto que precipitó de modo tan repentino mi vida que día tras día demacró mi
rostro, mis maneras y mis hábitos convirtiéndome en lo que hoy soy. Como he
dicho, yo era un joven de singular belleza y allá donde iba las más dignas
mujeres se interesaban por mí. Por si esto fuera poco, una gran fortuna
(heredada de mi padre) me abría las puertas de los círculos más distinguidos de
Europa. A pesar de tener a mi alcance a las mujeres más bellas y de mayor
linaje, nunca me decidí por ninguna, transcurriendo mi vida en la placidez de
aquel que no se siente en posesión de nadie. Era yo un marinero en tierra
firme, y si el domingo de aquel es el mar el mío era la sociedad adinerada.
Llegó un
día en que, cansado del ambiente en que se desarrollaba mi existencia, realicé
numerosos viajes de uno a otro confín del globo en busca de las emociones que
me faltaban. De este modo descubrí
singulares bellezas que siempre había ignorado; me deleité en la contemplación
de olvidados palacios indostánicos, subí por las escalinatas de gigantescos
templos de la América central, anduve por los desiertos arábigos y me enseñoreé
bajo los pétreos mármoles edificados en la cuenca del Eúfrates. También conocí
misteriosas mujeres de ojos oscuros y cuerpo felino, mujeres en nada parecidas
a aquellas que pasearan su sofisticada belleza por la vieja Europa.
Mi
fortuna, sin embargo, crecía día a día en oro, gemas y obras de arte adquirida
en los remotos países por los que viajaba. He dicho que mi fortuna aumentaba
constantemente, pero esto no era enteramente cierto. Es verdad que poseía más
riquezas que antes pero –como ya he dicho- en oro, gemas y obras de arte.
Posesiones estas que, de haberlas vendido, me habrían proporcionado fortunas
nunca soñadas. Pero nunca las vendí. Las deseaba tener junto a mí para
contemplarlas continuamente; eran mías y de nadie más y ni mis más íntimos
amigos podían verlas, pues no las reuní para provocar la envidia entre los que
me rodeaban, lo hice para mi plena satisfacción. Las amontonaban en mi mansión sin
ningún orden más que el que me dictaba mi propia conciencia y así, cuando
regresaba de un largo viaje, me pasaba semanas enteras perdido en su
contemplación.
A causa
de mi negativa a venderlas acabé pidiendo dinero a mis antiguos amigos, pues
así como nunca se llenaba el tonel de las danaides por más agua que estas
echasen mis ansias de aventuras y viajes nunca menguaban.
Y fue en
uno de mis viajes donde encontré el objeto que ahora me condena, el objeto que
sé de mi inminente muerte.
Me
hallaba en el Tibet, buscaba un misterioso templo, se decía, alzaba su
magnificencia en aquellos desiertos nevados. Nadie sabe dónde se hallaba y ni
yo mismo sabría encontrarlo de nuevo,
pues aunque yo lo buscaba con ahínco fue la casualidad (o el destino) quien
puso en mi camino. Tan solo eran leyendas lo que me había impulsado a buscarlo
casi con locura, pero yo confiaba en su existencia porque toda leyenda tiene un
fundamento.
Algunas
son sueños de enloquecidos poetas y aun así son ciertas pues estoy seguro de la
existencia de mundos que no pueden ser vistos y que, sin embargo, están junto a
nosotros; otras no fueron leyendas en un principio pero el tiempo ha borrado
toda huella que las hiciese reales y otras siempre han sido leyendas que,
transmitidas de padres a hijos, refieren la existencia de mágicos lugares que
nadie vio pero que algunos intuyeron. El templo que yo buscaba pertenecía al
tercer grupo y por tanto aún debía
existir en algún lugar de las montañas tibetanas. Tras sus huellas recorrí
durante más de año y medio las nevadas cumbres y los hundidos valles que
separan cual ciclópeos muros la India del sur de China. Siguiendo el río Lhasa
llegué a la capital del Tibet y junto al santuario de Potala (donde reina el
Dalai-Lama) un monje me habló del lugar que mis ansias perseguían. Él sabía de
su existencia pero nunca lo había visto; allí habitaban –Según él- los hombres
más sabios del planeta y ni siquiera el Dalai-Lama podía visitarlo. Los lamas
de Lhasa nunca lo buscaron pues sus esfuerzos habrían resultado vanos si ellos
(los hombres que lo edificaron) no deseaban mostrarlo a sus ojos. Y aun cuando
lo encontraran sufrirían grandes desgracias a causa de la profanación.
Mas yo
hice oídos sordos a la advertencia y una vez repuestas mis fuerzas, continué mi
viaje más seguro de la existencia de aquel lugar. Vagué durante meses por los
montes realizando breves descansos en
los santuarios tibetanos que entre monte y monte alzan su singular belleza. Por
fin llegué a un lugar que, me aseguraron los lamas, era el último vestigio de
su civilización. <<Más allá nada hay, solo nieve, detén tu viaje pues
nada encontrarás>>, me dijeron. Estas palabras no disminuyeron mi
esperanza sino que la acrecentaron notablemente; me cargué de provisiones y,
arrastrándolas, continué mi camino.
Pasaron
los días y nada encontré, mis provisiones disminuían de modo alarmante y ya no
podía regresar al lugar de donde había partido. Finalmente quedé sin nada que
comer y alimentándome de nieve me arrastré por un interminable valle que se
extendía ante mí. Enfermé rápidamente, la fiebre hacía estallar mi cabeza
comenzando a sufrir alucinaciones. En mi imaginación se me aparecieron templos
de todas las formas y tamaños, pero a pesar del delirio, yo sabía que ninguno
de esos templos era el que yo buscaba; pues jamás lo había visto estaba
convencido de que ninguno de ellos, por fantástico que fuera, podía asemejársele.
Intenté no ser dominado por la fiebre y el cansancio pero fue en vano. Caí
desmayado en aquel interminable valle y en mi inconsciente esperé la muerte que
me libraría del suplicio a que me hallaba sometido.
No sé
cuánto tiempo permanecí sin sentido en aquel lugar, pero cuando abrí los ojos
pude ver dos siluetas que avanzaban hacia mí. Por un momento pensé que sufría
una nueva alucinación, pero cuando una de ellas me levantó y me transportó
sobre sus brazos supe que eran reales, supe que había alcanzado mi objetivo y
volví a desmayarme. Cuando desperté de nuevo me hallaba tendido en un lecho y
junto a mi estaban dos hombres a quienes distinguí como lamas. La fiebre había
desaparecido y al preguntar cuanto tiempo había pasado allí me respondieron que
tres días. Hablaban el lenguaje tibetano, pero su tono era suave y melodioso,
confiriendo a sus palabras una singular sonoridad. Anticipándose a mis deseos me trajeron comida en abundancia que yo devoré
con frenesí. No me permitieron levantarme
y solo seis días después cuando ya mis fuerzas habían aumentado, pude
caminar con uno de ellos por el interior de la ciudad templo.
Caminábamos
por un espléndido jardín, un lago interior reflejaba en sus claras aguas los
altos muros que nos rodeaban. Al mirar al cielo vi cómo los muros se juntaban entre si en perfecta
simetría dejando solo una pequeña abertura en la cúspide; como comprobé al
abandonar aquel lugar, templo tenía la forma de una gigantesca pirámide. El
monje caminaba tras de mí, con esa tranquilidad que da el hallarse en paz con
la naturaleza, respondiendo con pasmosa sencillez a las constantes preguntas
que yo le hacía. De no saber cómo había llegado allí, nunca habría sospechado
que me hallaba en el Tibet, rodeado de montes nevados y abismos de hielo.
La
temperatura era ligeramente cálida y según me explicó mi acompañante esto se
debía a la peculiar construcción del templo. En aquel fabuloso lugar pasé
varias semanas al término de las cuales se me comunicó que debía irme. Yo
asentí, temeroso de contradecir a hombres tan sabios como aquellos, pero rogué
me dejaran ver al Dalai-Lama antes de mi partida. Mi petición fue aceptada y se
me condujo al lugar donde él vivía. Era un hombre de alta estatura, su mirada
profunda revelaba una vida dedicada al estudio y a la meditación y sus labios
apenas se abrían al hablar. No podía repetir todo aquello que me dijo,
pues nunca oí frases semejantes de
labios de un mortal, pero cuando me disponía a marchar mi vista se encontró con
un objeto que tantas desgracias me habría de causar. Era una botella de líneas sencillas,
color verde jade. No desprendía brillo alguno y se diría que su color era el
reflejo de otro objeto.
Por más
que lo intenté no logre apartar mi vista de la botella y lentamente, como
poseído por un oscuro poder, me acerqué hacia el lugar donde se hallaba. Mis
manos lo agarraron con demencia, lo apreté contra mi pecho y me giré
bruscamente hacia el Dalai-Lama desafiándole con la mirada y dándole a entender
que no me iría del templo si no era con aquel objeto. El me contesto con una
benevolente y a la vez triste mirada, como se mira a un niño que ha cometido
una mala acción.
-Llévatelo,
es tuyo ya que tanto lo deseas –me dijo con su melodiosa voz-, sé que nada de
lo que yo diga con su melodiosa voz-, sé que nada de lo que yo diga te hará
desistir, pero ese objeto que ahora ansías con
pasión te condenará y pondrá fin a tu insensata vida. Yo también he sentido la
necesidad de cogerlo, pero sé los males que esa acción me causaría y no lo he
hecho. Te lo puedes llevar porque sé que, cuando tú ya no existas, volverá a
mí, ya que siempre ha estado aquí y muchos han condenado su existencia por su
causa. Sólo quiero advertirte de que la vida tan solo te deparará desgracias
sin fin, jamás podrás desprenderte de él y que pronto serás parte de él y tu
alma quedará encerrada en sus paredes como tantas otras. Ahora vete, no temas
nada, llegaras con bien a tu hogar, pero cuando estés allí el mal se abatirá
sobre ti sin piedad.
Aquel
hombre no me mintió y, finamente, logre llegar a lo que se conoce como
civilización. No me separaré ni por un momento de la botella y no se la enseñe
a nadie; me refugie en mi mansión he hice lo que tanto deseaba; la botella
estaba cerrada fuertemente y en todo el tiempo que la había tenido conmigo no
la abrí como previendo el destino que me acechaba en su interior. Ya en mi mansión
junto a la chimenea, la abrí y al hacerlo me sentí atraído fuertemente por algo
que me obligaba a mirar en su interior. Recordando las advertencias del
Dalai-Lama, hice todo lo que pude para vencer aquella misteriosa fuerza,
pero desde dentro de la botella llegaron
a mí los lamentos de miles de personas que imploraron ayuda. Aquellos lamentos
brotaban del interior de la botella pero sonaban lejanos, inalcanzables. Por
fin sucumbí a la curiosidad y miré. Solo
vi miles de rostros que me miraban con demencia. A pesar de la pequeñez de la
botella veía sus rostros del mismo tamaño que el mío y se extendía por una
interminable atmósfera violácea. Eran cientos, miles quizás, y sus facciones
aparecían ante mí con absoluta nitidez.
Por más
que lo intente no pude alejar mis ojos de aquel horrible espectáculo hasta que
entre todos aquellos rostros distinguí una calavera, un cráneo que me
atravesaba con sus cuencas vacías, que
me atraía hasta el fondo de la botella, sentí que una parte de mi penetraba en
ella y haciendo un violento esfuerzo lance aquel maligno objeto lejos de mí.
En los
días posteriores sucedieron las desgracias sin treguas ni fin. Mi perro dogo
murió en un acceso de locura, mi biblioteca fue devorada por las llamas poco a
poco perdí todas mis pertenencias, mis deudores embargaron todas mis obras de
arte adjudicándolas un valor irrisorio y me vi obligado a abandonar mi mansión
para recluir en una mísera casa en las afueras de un pequeño pueblo alemán.
Sin
embargo no podía desprenderme de la botella que me acompañaba donde quiera que
fuese. Con el tiempo llegue a convertirme en una persona detestable, todos se
alejaban de mí y no era admitido en ningún lugar. Mis antiguos amigos me
rechazaban y nadie me prestaba la ayuda y el consuelo que tanto necesitaba. No
había paz para mí y hasta los habitantes del pueblo cercano a mi casa llegaron
a acusarme de sus desgracias; se sucedieron las cosechas perdidas, los animales
nacían con mal formaciones, los niños morían en el vientre de su madre y todo me lo
atribuyeron. Los aldeanos enfurecidos se negaban a proveerme de alimentos y
apedreaban cuando bajaba al pueblo, querían que me fuera de ahí con mi
maldición, pero no tenía otro sitio a donde ir. En pocos meses mi aspecto
cambió totalmente, mis ojos perdieron el brillo de la juventud, el cabello
tórneseme cano y frágil, y mi cuerpo se debilitó por las más nefastas
enfermedades.
Encerrado
en mi habitación, sin nada que comer, me
pasaba las horas con la mirada perdida al interior de la botella, en aquella
calavera que me miraba burlonamente. Decidido a acabar con la maldición me
prepuse huir de allí: lancé con todas mis fuerzas la botella lejos de mí y
quise huir de mi casa.
No puedo
describir el horror que me atenazó cuando uno tras otro mis esfuerzos para
escapar resultaban frustrados ya por mi debilidad, ya por causas ajenas a mí
mismo. Me era imposible alejarme de aquella casa y de nuevo sucumbí al funesto
influjo de la botella.
Así pues
quedé encerrado en aquella mísera casa.
A través
de la botella veía como aquella calavera se convertía en el centro de aquel
demencial paisaje de rostros mortecinos y miradas suplicantes. Las fuerzas
huían de mi cuerpo produciéndome un estado mental en que todo me era indiferente.
Un estado similar a lo que experimentaban los adictos al opio en que todo
resultaba liviano e irreal. Esto sucedía cuando fijaba mis ojos en las cuencas vacías
de aquel cráneo, pues cuando, con gran esfuerzo, lograba sustraerme del influjo
de la botella y miraba en su interior, desapareciendo al instante todos
aquellos síntomas. Desde luego sabía que iba a morir, pero no me aterrorizaba
la idea, simplemente me sentía ya muerto y sólo la contemplación de aquella
calavera en el interior de la botella me revelaba –no sé por qué razón-, que
aún vivía.
Cuando
mi debilidad se hizo patente y dolorosa y desapareció toda esperanza de
salvación, comencé a escribir este relato, que espero sirva de advertencia a
otras personas.
Al
tercer día fui testigo de la regeneración de aquél cráneo. En efecto, con
estupor, comprobé que en una de sus cuencas había surgido un ojo, que me miraba
con fijeza desde su blancuzca pupila.
Después
los pómulos se cubrieron de carne amarillenta a la vez que los dientes
aparecían uno a uno en su mandíbula. Finalmente apareció otro ojo ocupando lo
que antes fuera una cuenca vacía y lentamente creció el cabello sobre aquel
pelado cráneo. Y ahora veo horrorizado que la carne adquiere tintes rosados,
creando unas facciones que me son muy familiares. Presiento lo que va a
suceder, mis huesudas manos palpan mi rostro sin encontrar piel, carne o
músculos, solo hueso, mis dedos penetran con facilidad en las cuencas vacías de
mis ojos…Ahora mi rostro es la calavera que antes estuviera en la botella,
apenas puedo pensar, me siento atrapado dentro de la botella, me diluyo y toda
mi alma es encarcelada por los cristalinos muros de la botella…sólo puedo
recordar las palabras del monje: <<La botella volverá a mí…la botella
volverá…volverá…volv…>>
***
Meses
después las autoridades llegaron al mísero caserón. Tras registrarlo,
encontraron en una de las habitaciones un esqueleto que parecía agarrar algo,
sin embargo, allí, entre sus dedos, no había absolutamente nada; junto al
esqueleto hallaron un extraño relato acerca de una botella de color verde traída
de un imaginario templo tibetano. No encontraron ninguna botella de estas
características y atribuyeron la muerte de aquel hombre a la demencia, al
aislamiento a que se había sometido a sí mismo o a alguna fiebre contraída en
uno de sus viajes. Posteriormente el forense determinó que aquel esqueleto era
el de Danilo Barutzzi.
Esta imagen referente la copie de un gran Blog : http://fabricio-rezende.blogspot.cl/2011/07/desenhos-de-anatomia.html |
Sin embargo,
yo, Edgar Shatelthon no creí tan torpes explicaciones y busqué el templo que él
menciona en su escrito. Sin poder explicarme cómo, encontré el templo y me
llevé conmigo la botella pese a las advertencias del gran lama. Lo que he visto
en su interior explica las incongruentes ideas y frases escritas por Danilo:
sumergidos en una nebulosa atmósfera se pueden contemplar decenas de rostros
que parecen, por algún efecto óptico, tener vida; dominándolos se aparece una
gran calavera y debido sin duda al material y la forma de la botella parece
como si se escucharan lamentos desde el interior de la botella. Si a esto
unimos el enfermizo temperamento de Danilo, el enigma queda resuelto.
Curiosamente entre los rostros me parece distinguir uno de facciones similares
a las de Danilo; parece como si la calavera me mirase, no sé por qué, pero no
puedo apartar mis ojos de ella… sospecho que comienza a atraparme con su mirada
burlona…
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